sábado, 12 de enero de 2013

¿Qué quisiste decirme?


¿Qué quisiste decirme?

Darle un valor absoluto a las palabras emitidas en un mensaje es, en el mejor de los casos, desafortunado.  Es cierto que algunas frases pueden ser muy elocuentes, y su contenido podría ser interpretado idénticamente por cientos de personas.  Pero el viejo paradigma de la comunicación ha cambiado e, inevitablemente, el receptor del mensaje ya no es un convidado de piedra en el proceso de comunicación.  Entenderlo de otro modo no es otra cosa que deshumanizar el sentido del vínculo con los demás.

Antiguamente se esquematizaba al proceso de comunicación  del siguiente modo:

EMISOR   à   mensaje   à   RECEPTOR

Pero hoy ese esquema ha demostrado su ineficacia, e intenta enriquecerse reemplazándose por este otro (más complejo y dinámico):

EMISOR   à   mensaje   à   RECEPTOR   à feedback à EMISOR  à feedback à RECEPTOR...

               
Bajo el nuevo paradigma no es “lo dicho” lo que define el éxito en la comunicación, sino “lo interpretado”.  

Comunicarse es interesarse por la concordancia entre “lo dicho” y “lo interpretado” (utilizando el feedback como herramienta), y no desestimar “lo interpretado” para atender al más elevado significado que otorgó unilateralmente el emisor a “lo dicho” (inevitablemente empapado de su cultura, creencias, formas, experiencias, vivencias, deseos, inhibiciones, su antojo y su ego!).

Un emisor interesado en una buena y amorosa comunicación nunca debería sujetarse a lo implacable del “yo dije”, sino a lo que el receptor interpretó de su mensaje.  Así es que en los procesos arbitrales y de mediación se utilice el parafraseo como técnica de devolución (o feedback), independientemente de la calidad comunicativa que se espere del emisor.

Pero el atenerse estrictamente a “lo dicho” (expresado en palabras) tiene también otras connotaciones.  Entre ellas, está sujeto a la paupérrima colaboración de las palabras en el proceso de comunicación.  Como se ha demostrado en varios estudios, las palabras representan solamente el 20% del lenguaje; el otro 80% lo componen el tono de voz, la expresión del rostro, la intención, la postura del cuerpo, la situación, el contexto, los nervios o la tranquilidad con la que se expresan,  etc, etc, etc…. 

Comunicamos con nuestra mirada, con nuestros miedos, con nuestra temeridad, con nuestra ambigüedad, con nuestra indecisión, con nuestra ansiedad, con nuestra alegría, con nuestro baile, con nuestra tristeza, con nuestra expectativa;  también comunicamos con nuestro silencio, y nuestra contradicción puede significar deseo y expectación.  Comunicamos con todo nuestro ser, y también comunica nuestra energía (disfrazada de predisposición).

Aunque, como receptores, debamos en ocasiones ceñirnos a la parte más expresa y concreta del mensaje (más aún en ambientes laborales o profesionales), en modo alguno esto quita valor a todas las demás fuentes de comunicación (que serán riquísima información para aquellos privilegiados capaces de interpretarlas).

Un mensaje encorsetado en la supuesta precisión de “las palabras dichas” no sólo estaría despreciando la existencia de un otro -destinatario- sino que no ha superado, en mi criterio, la fase más básica del lenguaje, privándose de la riqueza de lo no dicho en forma expresa.

PATRICIA LUPPINO 

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